Rosa de los vientos
Desde el principio estuvimos los cuatro en el asunto. Nos metimos sin dudarlo, con el entusiasmo propio de una noche de tragos y de amigos. Reinoso fue el primero en proponerlo y lo seguimos todos sin medir las consecuencias. Él y Gómez se ubicaron mirando hacia el este y el oeste respectivamente. A Francescutti le tocó el norte y a mí el sur. Quedábamos alineados perfectamente y, aunque nadie lo dijo entonces, se suponía que para toda la eternidad. El mundo se apoyaba en nuestros lomos divinos gracias a nuestra iniciativa, nuestras mentes brillantes y nuestro espíritu de grupo. Era una cosa extraordinaria. Tanto que ni sé cómo pudo suceder la desgracia que nos separó para siempre, arrancándonos la gloria y el encomio de todo el mundo.
Lo que recuerdo con cierta nitidez fueron los primeros calambres. Reconozco que el dolor me obligó a moverme unos milímetros. Lo hice con todo cuidado, esto debe decirse a mi favor, y mis vaivenes fueron casi imperceptibles. Además, también recuerdo perfectamente que en el mismo momento Gómez movió la rodilla izquierda, y podría jurar que las ancas de Francescutti emitían un leve temblor. De Reinoso no digo nada porque para cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo ya las cosas eran confusas, y nunca supe realmente si su caída fue producto de la oscilación general o ya tenía un plan armado de antemano y sencillamente aprovechó la ocasión. Lo cierto es que nos arrastró a todos al piso. Nunca olvidaré sus risas. Eran para mí como dagas hiriéndome. Yo me deshacía en lágrimas tratando de juntar lo que quedaba del mundo, que estaba destrozado. Él se reía agarrándose la panza. A mis pedidos de explicación me devolvió una cara de asombro. El muy atrevido me acusaba del desmoronamiento.

Reinoso, Fracescutti y Gómez.
Allí en piso, comprendí que Reinoso había fingido todo el tiempo una responsabilidad y un compromiso que en verdad no tenía. Me sentí estafado. Nos fuimos a las manos.
Poco después supe por Francescutti que Reinoso nunca había dejado de tomar, ni siquiera en los primeros tiempos de sostener el mundo. Eso explica muchas cosas. Es curioso, yo recuerdo aquella época no sólo como la más feliz de mi vida, sino como un tiempo de inocencia y pureza general, en el que los cuatro éramos uno. Yo a Reinoso lo miraba y me parecía que era el más perfecto de todos nosotros, que era el que daba brillo a la estrella que formábamos. Ni por un momento sospeché que hacía algo a nuestras espaldas. Sostener el mundo llenaba todas mis necesidades, y supuse, por error, que para todos los demás también era así. Por Francescutti supe además que para Reinoso la cosa no había sido más que una experiencia pasajera, una diversión en la eternidad. Esto me lo dijo mirando hacia abajo, lo recuerdo bien, y sentí que, aunque él y Gómez siempre estuvieron en todo de acuerdo con lo que decía Reinoso, esta vez algo lo inquietaba, algo no coincidía del todo con sus propios sentimientos.

Copa de Amarula
Francescutti fue el único con el que conservé una cierta amistad. En el tiempo en que estuvimos anca con anca no nos pudimos ver las caras, pero sentíamos una extraña armonía, un bienestar de glúteos unidos que nos marcó para siempre. En honor a aquellos días, a veces nos vemos y charlamos un poco. Francescutti es transparente para mí, y además es un buen tipo. A mí me resulta penoso saber que Reinoso y Gómez lo esperan en la puerta, reacios a verme, para ir con él a los tugurios donde les gusta estar.
Yo tampoco quiero verlos. Prefiero quedarme solo. En la noche eterna tomo una copa de Amarula y enciendo la radio.